martes, 28 de agosto de 2007

Breves Reflexiones

"Cada uno tiene lo bueno que se merece, o se merece todo lo bueno que tiene. No así con lo malo. Si alguien no merece lo bueno que tiene, tendrá una parte mala, pues el bien atrae al bien y viceversa".
"Las cosas pueden ser dichas de mil maneras".
"Cuando alguien está solo, no es triste si no lo lamenta".
"Sonríe y actúa bien, sin esperar nada a cambio".

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"Aquellos a quienes llamamos sinvergüenzas, son en realidad los que más vergüenza tienen, pues son los que menos gastan de ésta".
F. C. R.
26/7/07

El Ingenioso muchacho Don Rebelde (El Señor de las Monedas)


Ha pasado algún tiempo, desde que me dispuse a hablaros por última vez de las andanzas de nuestro longo y ya conocido caballero. Quizá no una década, si quiera un lustro ni un año entero, pero tampoco horas, ni días, ni semanas, por lo que os dejo deducir que hace varios meses que no sabeis nada de él. Todo va bien, si entre vosotros puede encontrarse algún interesado sobre su estado de salud o ánimo, no tiene de que preocuparse, pues en este tiempo que he pasado alejado del narrar de los narrares, nuestro longo caballero ha sabido andar con ojo, aunque viviendo cada paso con más intensidad que el anterior. Ha llovido sobre mojado, también el sol ha achicharrado el asfalto de carreteras y el mármol de plazas urbanas. Nuestro protagonista tal vez pueda presumir ahora de lucir un rostro atezado a manos de fotones sin escrúpulos. Poco recuerdo ahora de estos últimos meses, un par de lecciones aprendidas y experiencias adquiridas por los, dulces o amargos pero, siempre repentinos encuentros con humildes lunáticos, con seres cuerdos y por ello altivos, con viejos, y con no tan viejos, que sin embargo siempre llevan algo en el bolsillo que enseñar, y de lo que todo viajante interesado y curioso puede aprender. De todos aquellos sucesos de los que soy consciente, he de destacar una fría y lluviosa mañana de verano, allá por las calendas augustas, cuando nuestro joven se adentró en pleno casco urbano de una importante capital costera, una de esas ciudades donde en invierno la humedad cala hasta los huesos y en verano, literalmente, dificulta la respiración y facilita la transpiración. El longo caballero siempre había sido un ávido lector, además de cinéfilo, como ya dijimos de él, de ahí su tremenda imaginación, quizás aquella princesa con la que soñaba cada noche no era más que un fotograma creado a partir de toda aquellas películas del género gangsteriano junto con retazos de pluma de todas aquellas novelas que había devorado en su corta vida. Como muchos o todos ustedes, bibliófilos, aceptareis, es imposible pasar por delante de un puesto de libros, especialmente de libros de viejo, sin pararse a echar un ojo, una mano, o las dos para llevarse ese ejemplar que sólo con el polvo de su cubierta sabe cautivarte y atraerte cual magnetita. La verdad, no importa que haya en su interior, pero ayuda encontrar alguna que otra nota manuscrita, pues el hecho de que otras manos años atrás hayan pasado esas mismas páginas le profiere un valor incalculable. Los libros de viejo son como las llamadas a líneas eróticas, pues el tiempo y el precio son directamente proporcionales en ambos casos, cuanto más minutos pasan en la llamada más euros-con-veinte suben a la factura, y cuanto más antiguo es un ejemplar de un libro, mayor es su precio (si el librero es inteligente y sabe diferenciar entre valor y coste).
El núcleo urbano de aquella ciudad yacía capitaneado por una plaza mayor, en la que casi a diario se alzaba el zoco, lugar de encuentro comercial, cultural, de ocio, y por el que pasaban pobres y ricos, puesto que había para todos los gustos y poderes adquisitivos. Allí se vendía la carne, el pescado, la fruta, el pan, los licores, las especias traídas del oriente próximo y lejano, libros que escondían todos los secretos que un escritor de cualquier rincón del mundo podía conocer, los juglares entretenían a las gentes, los hombres de armas vigilaban la paz del rey en esa zona del reino, y aún así los rateros robaban, los sicarios y psicópatas mataban, unos por dinero, otros por placer, los dos anzuelos principales que arrastraban a la humanidad. Los timadores y charlatanes timaban y embaucaban, el zoco era pues el lugar donde cada uno hacía lo propio. Pero lo que de verdad llamaba la atención del joven era aquel tenderete con códices y libros polvorientos, si hay adjetivo propio para nuestro protagonista, es el de curioso, y siempre ansioso por aprender. El puesto de libros quedaba aún a unos veinte metros pero el olor era muy característico y fácil de reconocer para un amante de aquel mundo.
Entre aquella incesante algarabía, nuestro longo caballero intentaba abrirse paso, no conocía a nadie, y tampoco buscaba conocer, lo mejor en tu primer día como forastero es no mirar mucho a nadie, dirigirte a tu destino, con la diferencia de que todas las miradas irán hacía ti una tras otra conforme roces hombros y codos, o pises dedos gordos. El dedo gordo del ser humano está diseñado de manera que cuando es pisado, sabe diferenciar entre un pie conocido y uno por conocer. Al conocido, ni caso. Caminaba nuestro joven protagonista por una angosta corriente que habíase abierto entre el barullo cuando de repente se interpuso un anciano muy anciano, de unos noventa años, abrió un pañuelo blanco de lino que llevaba en sus huesudas manos y mostró al longo caballero un puñado de monedas de plata, que por lo grabado en ellas, dejaban ver su antigüedad, y no parecían estar entre las actualmente en curso. El viejo vestía camisa y pantalón viejo, sandalias viejas y barba vieja y abundante, del pelo no diré lo mismo, debía ser cabellera jóven pues solo tenía tres mechones aún. El muchacho se vió abordado por lo repentino de la fantasmal aparición, pero tras unos segundos se recompuso y decidió abrir diálogo con aquel extraño ser, que a pesar de su espiritu vivaz, no había abierto la boca. Creo haber olvidado comentarlo, pero además de libros, cine y sueños, las monedas, aquel arte científicamente conocido como numismática, casualmente era otra de las aficiones de Don Rebelde, y aquel matusalén había parecido ser capaz de leerlo en su mente, pues plantó aquel puñado de monedas antiguas ante las narices del muchacho.
-¿Quién es usted?-preguntó el joven.
-Soy yo, ¿no me conoces?-espetó aquel abuelo como sorprendido.

-Para nada. Soy nuevo en la ciudad, de hecho estoy aquí de paso. Voy camino a ninguna parte, y en mitad de ese camino encontré esta ciudad-.

-Todos me conocen, los de aquí, los de allá, los de más allá aún. Soy conocido como el Señor de las Monedas. Me dedico a vender, y comprar monedas. Vendo y compro aquello que algún día se utilizó para vender y comprar de todo. Todos pueden poner precio a un cordero, a un kilo de trigo o a un barril de cerveza, y venderlo a cambio de dinero, de monedas, pero hay que poseer una virtud específica y especial para poder poner precio a las monedas, para cambiar lo que un día fue dinero por lo que hoy es dinero. Una moneda de oro no es canjeable por otra moneda de oro, si entre ellas hay cien años de diferencia, aunque marquen el mismo valor, y aunque con la más antigua se pudiese comprar un caserío y con la más nueva, el mismo caserío-.

-Yo no vendo, ni siquiera compro monedas, pero sí las guardo, las colecciono, allí por donde paso intento hacerme con monedas acuñadas en el lugar, también tengo algunas antiguas, heredadas de mis antepasados, o regaladas por amigos que las heredaron de sus ancestros, y que ignoraban el valor económico y emocional de éstas-explicó el joven.

-¿Tienes alguna que consideres un tesoro?, ¿alguna en especial que pienses que nadie podría comprar?, ¿o que tú eres uno de los poquísimos afortunados que tiene una pieza tal en todo el universo?-.

-En verdad sí, hay una...de hace unos 250 años...y pese a que un experto numismático afirmó que era falsa tras un leve vistazo, sigo creyendo un su autenticidad, sigo soñando con las manos por las que en 250 años ha podido pasar ese trozo de metal, para mí conservar esas monedas es como si guardases uno de los ladrillos de un castillo construido hace mil años, y cada vez que lo tocases o mirases, pudieses ver la mano que lo fabricó, la mano que lo colocó sobre los otros ladrillos, y finalmente la mano que disparó la bala de cañón que derrumbó el muro al que pertenecía dicho ladrillo. Cada una de esas manos pertenecía a un cuerpo, cada uno de esos cuerpos pertenecía a un alma, y cada una de esas almas tuvieron historias que contar, tan interesantes como cualquier otra, con altos y bajos, con aventuras y desventuras, con pecados y buenas acciones, y las monedas me cuentan parte de esas historias, secretos que ni siquiera sus dueños se atrevían a revelar, al igual que la paredes oyen, y por tanto cada uno de esos ladrillos saben más de lo que deberían, por eso el enemigo siempre empieza derrumbando los muros de nuestro fuerte, para dejarnos desnudos ante el mundo-dijo el joven con tono épico, como si de uno de aquellos juglares del mercado se tratase.

-Echa un ojo a las mías, quizá te interese alguna-dijo el anciano con mirada de hacer negocios.

El señor de las monedas, confiado, puso el pañuelo con el montón de monedas en las manos del joven, pues no hacía falta saber mucho de éste, para deducir su franca bondad. El viejo sabía que por muy amante de las monedas que fuese, el muchacho no robaría la miel a un oso. Nuestro longo caballero abrió el pañuelo y observó una a una las piezas. De repente acercó la vista a una de ellas, como si la conociese y quisiese asegurarse de haber visto una igual.

-¿Es ésta un columnario de hace tres siglos?-preguntó el joven retoricamente, pues sabía que de hecho lo era.

-Cierto, ¿acaso es una réplica de tu tesoro al que creías único?-respondió el señor con malicia.

-Así es-en tono algo decepcionado.

-¿Que ocurre?, ¿Sientes que el mundo se viene abajo por no ser poseedor de un tesoro único?, ¿te sientes estúpido por haber vivido con dicha ilusión?-.

-Así es-.

-La vida es así muchacho, unas veces se pierde y otras también, algunas se gana, pero para ver un triunfo tendrías que vivir al menos tanto como yo-.

-¿Dónde encuentra usted a gente que posea monedas de tal antigüedad?, yo pocas he encontrado, más bien ninguna, por ello he vivido hasta hoy pensando en ser de los únicos poseedores de tales tesoros, que imaginé ya casi totalmente perdidos-.

-Al menos tienes buena fé, chico. Si piensas como tesoros perdidos un par de monedas de tan solo 250 años, el mundo es mucho más viejo, y el hombre acuña monedas de muchos años atrás. A veces nos pensamos únicos en algo, y eso nos hace vivir con más intensidad, alegría, nos hace tener ganas de mostrar al mundo esa exclusividad de la que creemos ser únicos dueños. Hasta que creces, envejeces y conoces otra gente que poseen aquello mismo, y que también creyeron ser únicos hasta que te encontraron a ti. Por eso un niño pequeño es feliz, porque el padre lo enseña a leer y cree ser el único con padre que enseña a leer de toda su escuela, por eso un perro de familia es feliz, porque piensa que es el único perro en el mundo que tiene un dueño que lo alimenta y lo acaricia. Y por eso el humano adulto es tan infeliz por regla general. Porque no sabe vivir y a la vez conservar la inocencia de la infancia, aquella inocencia que le roba la experiencia. Sinceramente, si hay algo que pueda enseñarte hoy, es tan solo reafirmarte, no quitarte esa buena fé en todo lo que te queda, hoy has descubierto que no eres el único con un columnario de hace 250 años, pero seguro que quedan muchas monedas en tu colección de las cuales no conoces réplica aún, y quizá tengas la suerte de no conocer alguna hasta el último milímetro de tu camino, y esto te haga vivir con la felicidad e ilusión de un niño. Si quieres puedes quedarte con esa moneda igual que tu ex-tesoro, así podrás enfrentarlas cara a cara y recordar que a pesar de que esas monedas llevan 250 años con una cruz a sus espaldas, aumentan su valor con cada segundo porque siguen en el mundo, y que a pesar de no estar en curso legal, es decir, no se puede comprar nada con ellas, aún pueden ser vendidas por un alto precio, y muchos matarían por tenerlas en sus manos-.

-Gracias, señor de las monedas. Pero aún tengo una duda incontestada. Antes de su monólogo externo, pregunté que dónde encuentra usted a los dueños de esas viejas monedas que usted posee-insistió nuestro longo caballero.

-Tu eres uno de esos dueños de monedas antiguas, ¿cierto?-.

-Así es-.

-¿Fuí yo quien entró en tu ciudad?-inquirió el viejo sin esperar respuesta alguna-Tú moneda encontró a la mía-de ese modo el inteligente anciano dió por respondida la pregunta del joven, para seguidamente dar media vuelta, y desaparecer de la vista de nuestro protagonista entre el barullo de gentes para siempre.