viernes, 19 de abril de 2024

El viaje a ninguna parte

Hace un par de días terminé de leer "El viaje a ninguna parte" de Fernando Fernán-Gómez. Se percibe como una oda al paso del tiempo, a la impermanencia, una especie de alegato a la itinerancia, al ir constantemente de aquí allá, sin estar en ningún sitio. Me recuerda que estamos de paso y que todo termina. Que el camino, sea cual sea, es inexorable y que somos protagonistas tan sólo de nosotros mismos, secundarios para algunos y extras para la mayoría, por eso a veces lo mejor es “que no se te vea demasiado”, como recomienda Maldonado, “para que vuelvan a llamarte”.
“Dice que no hay un mundo, sino muchos, pero aquí, entre nosotros, y que a la fuerza hay que vivir en uno, y entonces se vive a la fuerza fuera de otros”.
Este libro además, acentúa la importancia de la memoria, de los recuerdos, del pasado como parte de nuestro presente, de la nostalgia, de la aceptación de la realidad tal cual nos viene, con sus victorias y derrotas.
“Y en nuestro oficio el pasado cuenta poco, por muy glorioso que haya sido. Le vale a uno mismo, para encerrarse en los recuerdos, para consolarse con ellos”.
Se entrevera en esta obra la poesía de un modo tan sutil como oportuno para recordarnos también nuestro lugar en el cosmos. Todo escenario puede ser tan hermoso como universal, y forma parte del todo en su justa medida. Puede que exista un equilibrio, una justicia suprema por encima de la vida de los hombres. Puede que bajo este cielo, todo cobre sentido y se iguale el valor de las cosas, quizá porque no haya mar sin La Mancha, ni La Mancha sin mar.
“Hay quien dice que en La Mancha no hay mar, pero de noche se ve. Se sale un poco de cualquier pueblo y arriba están las estrellas y abajo la oscuridad del mar, y muy lejos, si se agudiza la vista, se divisa la línea recta del horizonte. Se ve alguna lucecilla. Pueden ser una o dos barcas que han salido a la pesca. El ruido de las olas tiene que ponerlo uno con la imaginación, o llevase una caracola y pegársela a la oreja. En aquel mar se oyen sólo los grillos. Puede que fuera así el canto de las sirenas”.
La noche es un lugar de tránsito, en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque nos permite asimilar que los días son distintos unos de otros. En el espacio, porque en la obra, los personajes se desplazan de un lugar a otro a través de su silencio, a veces para ahorrarse las perras de un lugar en el que descansar. No dormir duele menos que el hambre. 
“Durante mucho rato caminamos en silencio. Escuchábamos los grillos, los ladridos de los perros cada vez más perdidos en la distancia. Y el ruido de nuestros pasos sobre la tierra”.
El protagonista, Carlos Galván, a pesar de los golpes, mantiene la esperanza sin dejar de ser consciente de que la vida es una rifa que no siempre toca. Se aferra a las pequeñas y grandes victorias por fugaz que sea su estela. Al final, cuando ya se han marchado casi todos de su historia, él se va también, para volver a encontrarse con todos. Sin dejar de ser vagabundo, hace patente que la vida es un eterno retorno y desafía así la concepción lineal del paso del tiempo. Si nadie va a ninguna parte, ¿de dónde nos estamos siempre yendo?
“Ya no tiene dolores, porque un peso suavísimo, consolador, se le ha posado en el hombro”. 

                                     

sábado, 13 de abril de 2024

¿Por qué o para qué viajamos?

¿Por qué o para qué viajamos? ¿Qué buscamos o de qué deseamos alejarnos/escapar/huir? 

Hace unos años conocí a un joven estudiante de filosofía con el que mantuve una larga, profunda e interesante conversación durante el único día que hemos coincidido en nuestras vidas. No recuerdo su nombre y apenas su cara, pero tratamos temas muy diversos. Entre ellos, hablamos de la necesidad o el deseo del cambio, de la experimentación de lo distinto. Me planteó una idea que me acompaña desde aquel día: la dislocación, es decir, cambiar de lugar en el que nos encontramos físicamente, contribuye a que se produzcan cambios más o menos profundos en otros ámbitos de nuestra vida. 

Un par de años después, yo había emigrado a otro país, Escocia, donde pasé tres años y medio de mi vida. Sin duda, ese ha sido hasta el momento el mayor ejemplo de dislocación que he llevado a cabo. Y el joven filósofo tenía razón, este “pequeño” cambio desencadenó una serie de eventos que fueron cruciales y determinaron el curso de mi desarrollo como persona. Hoy soy alguien completamente distinto a quien hubiese sido de no haber abandonado mi tierra aquel noviembre de 2015.

No obstante, tanto antes como después de esta experiencia inexorablemente epifánica, ha habido experiencias que aún siendo de menor calado, han marcado e incluso virado el curso de mi viaje. Esto, me hace plantearme constantemente la cuestión de si es necesario que dicha dislocación se produzca a una escala considerable para alcanzar o percibir los cambios deseados o si es suficiente con ajustar el modo en que observamos la realidad diaria para encontrar en ella los matices que nos hacen, ayudan o fuerzan a ser cada día otros.

¿Es posible que el viaje, como se concibe actualmente, sea la interpretación mercantilizada que hace el sistema, de esa necesidad intrínseca de cambio constante y de nuestra incapacidad para percibir dicho cambio sin que se marque con un ritual al que podamos aferrarnos? ¿Viajamos fuera para validar/marcar el hecho de que en realidad viajamos constantemente dentro?